El cielo se viste de nubes de distintos colores, abarcando así el azul, gris, rosa, pequeños blancos que acabarán convirtiéndose en el naranja atardecer. Así mismo con los valles y colinas, completando la paleta de colores trayendo consigo el verde, el marrón y pequeñas pinceladas de las construcciones del hombre. Yo solo, y en este justo instante, me encuentro absorta en el paisaje y que soy incapaz de ignorar lo que llega a la retina.
Intento ver más allá: hojas caídas que traen la llegada de un otoño tardío, pequeños charcos de una lluvia deseada por muchos, no tanto por otros; algunos montones de alimentos que proporciona la tierra y cables que transportan luz, sin llegar a la suela de los zapatos a quien da calor... Ni siquiera es capaz de imitar su energía. Carreteras escondidas en los terrenos con riadas de coches que esperan llegar y volver a casa.
Sigo más allá. Veo el reflejo de maletas, asientos, abrigos y chaquetas que confirman que el frío ya está aquí. Varios ordenadores, móviles, muy pocos libros en el vagón. Veo muchos reflejos, muchos rostros, y ahí veo el mío. Una cara oculta tras la mascarilla impuesta aún por el miedo, y unos ojos que dejan ver el deseo de dejar a un lado inseguridades, complejos, y muchas mierdas. Un deseo que esperan de verdad su cumplimiento.
Vuelvo a ver el paisaje, y la paleta de colores ya está llena, o eso es lo que pienso por un segundo. Bella creación. Y yo sonrío por poder plasmarlo en letras.
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